Elias Sanbar recuerda las condiciones en que se produjo la partición de Palestina



Stéphane, usted ha mencionado la inmensa esperanza que brotó en aquellos años. Para los palestinos fue por el contrario el retorno de la inquietud. ¿Qué suerte esperaba al país ahora que la guerra había terminado, que el movimiento de Ben-Gurion estaba más armado que nunca y, sobre todo, que la idea del Hogar nacional judío en Palestina, fundada en la convicción de que había llegado el momento de rendir justicia a las víctimas de la barbarie nacional-socialista, había adquirido una legitimidad casi internacional? Para la sociedad palestina solo una cosa era segura: el último acto estaba a punto de comenzar.



Fue entonces, en noviembre de 1947 exactamente, cuando se planteó de nuevo el principio de división del país como solución al conflicto. De nuevo, puesto que un real comité de investigación británico, el comité Peel, ya había preconizado en 1937 una solución análoga, sin éxito. Pero la época de la inmediata posguerra era radicalmente distinta. El poderío imperial británico erosionado, Inglaterra victoriosa pero exangüe, la emergencia de una nueva potencia planetaria, Estados Unidos, la afluencia de supervivientes judíos hacia Palestina y la nueva legitimidad del sionismo percibido como único titular y defensor de los derechos de las víctimas judías, hicieron que la idea de una división, debatida a partir de entonces en la ONU y ya no en el seno del gobierno británico, concluyera el 29 de noviembre de 1947 en la adopción de la resolución 181. Esta recomendaba la división de Palestina en un Estado árabe con el 42,88% del territorio del país, un Estado judío con un 56,47%, y la ciudad de Jerusalén, con un 0,65% del territorio, internacionalizada.

Ben-Gurion, que entonces presidía la delegación del movimiento sionista en Palestina, aceptó la resolución. Los palestinos la rechazaron. Son hechos conocidos. Tanto que todos los años, en la fecha de su aniversario, por supuesto, los defensores de la ocupación actual esgrimen el argumento de que los palestinos, que hoy reclaman una solución basada en el principio de dos Estados, israelí y palestino, viviendo uno al lado del otro en buena vecindad en el territorio de la Palestina histórica, no tenían más que haber aceptado la resolución de noviembre de 1947… Como si un pueblo ocupado estuviera condenado a pagar eternamente por una oportunidad política fallida, como si la permanente oferta política de los dirigentes sionistas y más tarde de los israelíes chocase constantemente con un irredentismo palestino literalmente congénito.



¿Los palestinos habían cometido un error, o una falta, según lo entienden sus detractores? Es importante responder a esto una vez más, desgraciadamente, porque ya soy incapaz de contar los meses de noviembre en que los periódicos y revistas me han invitado a refutar esta acusación… En realidad, lo que ocurrió fue un cara a cara entre el formidable sentido táctico de David Ben-Gurion y el sentimiento palestino de que esa división consagraba una terrible injusticia hacia un pueblo que tenía que ceder más de la mitad de su patria secular para reparar los crímenes cometidos por otros pueblos en Europa. La división terminó en una guerra que se reveló, desde los primeros enfrentamientos, como una guerra planificada, ya no de defensa, sino de expulsión y desplazamientos forzosos, salpicados con matanzas, de la población palestina. Quisiera, en este sentido, citar las terribles palabras anunciando el baño de sangre que se avecinaba, pronunciadas en la tribuna de la ONU por un diplomático, el representante de Pakistán, Zafrullah Khan, tras la votación favorable a la resolución: «Se acaba de tomar una grave decisión. El telón ha caído […] “Hemos hecho el bien tal como Dios nos lo señala”, tales han sido las palabras del presidente norteamericano. Ha conseguido, en efecto, persuadir a un número suficiente de nuestros colegas representantes para que vean el derecho de la forma que él lo percibe, sin permitirles que apoyen el derecho tal como ellos lo conciben. Nuestros corazones están tristes, pero nuestra conciencia está tranquila […] Los imperios aparecen y desaparecen […] Hoy ya solo se habla de los norteamericanos y los rusos. […] Nadie puede predecir si la propuesta que estos dos grandes países han dirigido y apoyado será beneficiosa o nefasta. Nosotros, sin embargo, tememos que los efectos beneficiosos, si llegaran a demostrarse, pesen muy poco en comparación con el daño que causará esta división».

Dicho esto, hay que intentar explicar por qué el mundo occidental apoyó o asistió sin reaccionar, sin el más mínimo problema de conciencia, a la desaparición de una tierra y de su pueblo. Está claro que los palestinos eran una colonia, y el desplazamiento de un pueblo colonizado, aparte del hecho de que se les negase el estatuto de pueblo, no era muy grave a ojos del mundo colonial todavía omnipresente. Habría que añadir también que por aquellos años, recién acabada la guerra, la propia Europa era escenario de grandes movimientos de población y que aquello trivializaba más todavía el desplazamiento, incluso forzoso, de los palestinos. Por último hay que decir, es evidente, que los supervivientes de la «aniquilación de los judíos», por emplear los términos de Raul Hilberg, historiador de referencia en este tema, no tenían ningunas ganas de vivir de nuevo entre los que habían sido sus torturadores, y que a esa realidad se unía el sentimiento, entonces predominante de que el nacimiento de un Estado judío sería la respuesta correcta, justa y «adecuada» al nazismo, un «bien absoluto» para reparar un «mal absoluto». Así se comprende que la desgracia palestina, sin que entremos en la aceptación o el rechazo a la división, no tuviese gran importancia a ojos del mundo.
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© ediciones del oriente y del mediterráneo
© de la traducción: Matilde París

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